Carta 129 Mónica, Petite Mort
Renée:
El no haber recibido respuesta a mi carta 128 me puso inquieto, pero cuando supe que has traído unos días complicados con la organización del concierto me tranquilicé; es que pensé que te habías molestado por mis cartas anteriores. Quiero que sepas que eres para mí una persona muy importante y no quiero lastimar nuestra relación por ningún motivo.
Aclarado esto, te escribo porque me siento más confundido que nunca. Hoy tocó temprano Jerome a la puerta, venia con cara de pocos amigos, no quiso entrar. Saludó cortante y luego me dijo:
- Dice la señorita Mónica que encontró algo que al parecer le pertenece a usted.
- ¿Dónde?
- En una caja arrumbada en su clóset. Le llamó la atención porque decía su nombre…
- ¿Mi nombre?
- ¡No, escritor! – se ríe burlonamente – ¡el de ella! – saca de su bolso una carta y me la extiende. La veo desconfiado y la reviso. El sobre está en blanco. La vuelvo a ver por detrás y por delante, como si con ese movimiento fueran a aparecer los datos – ¡¿está revisando que no tenga ántrax?! – niega con la cabeza molesto.
- ¿Por qué dice que es mía?, ¿ella la manda?
- No – me la arrebata, la abre, pone las hojas escritas frente a él para que pueda reconocerla – es su letra. Como debe de suponer ya leía a… – abre comillas burlonamente – petite mort – cierra comillas. La mete en el sobre, me la entrega y se va.
Me senté a leerla. Lo hice una y otra vez. No la escribí yo, pero es mi letra. Por lo menos no recuerdo haberla escrito. La carta dice así:
Mónica:
Entré a la regadera con los minutos contados, pero esto no fue impedimento para disfrutar la refrescante agua caer sobre mi piel. Coloqué mis manos sobre las llaves, incliné la cabeza y el golpeteo de las gruesas gotas hicieron las veces de un relajante masaje. El jabón de menta fue un placer adicional. Abrió cada uno de mis poros.
La noche sería una especial, era tanto así que experimenté el nerviosismo de la primera vez. Ese que acelera todo tu ser y que pone a galopar desenfrenadamente al corazón. Bañé mi desnudez en Savage de Dior. Comencé por mi cabello, mi cuello, luego mi pecho, terminé en el vientre. Los aromas son mi debilidad. Escogí con detenimiento la ropa interior, la cubrí con un pantalón kaki y una camisa blanca, holgada; zapatos al tono del pantalón, claro está, los calcetines igual. Nunca se debe de generar sobresalto entre estas dos prendas.
Fui a la sala y me senté en la medianía del sillón, sonreí por lo afortunado, por agradecimiento, por… no lo sé, seguramente por nervios. Observé mi reloj de pulsera en varias ocasiones, cuando no lo hacía, veía la hora en el móvil. ¡No había mensajes! La puntualidad no era cualidad en ella. Llegó un mensaje que avisaba de su retraso, siempre tenía uno y para ellos, un pretexto. Solté el aire, cerré los ojos, esperé a que la paz me invadiera. Como por acto de magia todo en mí pasó de tensión a tranquilidad. Acaricié mi rostro, pero imaginaba el de ella. Sentí su tersa piel, cerré nuevamente los ojos, lo hice para imaginar nuestro contraste en el tono de la piel. Eso a ambos nos atraía.
Di la instrucción y Google reprodujo Nueve quince. El ritmo de la canción se convirtió en el preámbulo de su llegada. La batería llevaba el ritmo de mi corazón. Un golpeteo a la puerta y ahí estabas…
- Hola escritor, ¿está ocupado? – preguntaste fingiendo la voz. Yo sonreí. Lo hice estúpidamente. Amo ese juego, cuando lo haces por móvil, mi imaginación viaja hasta ti y te recreo a exactitud, te puedo ver aún en la lejanía.
- Sí, espero a una bella chica…
- Entonces ya no tiene que esperar – sonreíste y me sostuviste la mirada mientras entrabas desafiante con pasos largos y seguros.
Mi vista se quedó anclada al cadencioso movimiento de tu cabello. Sonreí con más amplitud. El nerviosismo desapareció, en su lugar dejó ansiedad.
Perdí el control sobre mis impulsos y desvié la mirada; esta se colocó en tus piernas. La razón intentó moverla de ahí, pero ya no tenía poder en mis decisiones, todo estaba en manos de mis impulsos. Y cómo culparlos, ¿tú crees que podríamos hacerlo? La realidad no se puede evadir y esta dice que tus largas y torneadas piernas no solo no pueden evitarse, sino que obligan a admirarse.
Te ofrecí algo de beber, sonreíste.
- ¿Qué ofrece, escritor? – seguías en tu papel. Sabedora de tus formas y del poder de estas, te moviste con gracia, esa que te entrega mi voluntad en un abrir y cerrar de ojos. Sonreí, como respuesta a tu acto de seducción.
- Lo que quieras… – das un par de pasos y quedas frente a mí. Pintas seriedad.
- ¿Y… tiene besos en su menú? – las miradas se traban en claro desafío. Desdibujo la sonrisa. Amo tus avances, tu agresividad, pero no puedes ganar de todas, todas. No respondo, lo hago porque no puedo permitir que me avasalles. Te retiras regresando a tu ácido sentido del humor, uno que viste de sarcasmo, ironía, de desafío – ¡bueno!, ¡yo solo decía!
Caminas por la sala, lo haces para que te admire. La canción sube el ritmo, la sigues con tus caderas, clavas tu mirada en mí. Lucho por evitarte, lo hago solamente, un par de segundos, tus ojos me fascinan, no puedo dejar de verlos. Niegas con una leve sonrisa, sé que te burlas de mi escasa fuerza de voluntad. Me pierdes el respeto y amplías tu gesto de triunfo. Un segundo más y lo conviertes en carcajada.
Aspiro con fuerza, lo hago para reunir valor, para reponerme. No puedes derrotarme de un solo movimiento. Siempre ganas, pero esta vez no puedo permitirlo, por lo menos no tan fácil. Te das cuenta de mi plan, sé que lo lees, vas por mí. Muerdes tu labio inferior, tus ojos bajan, su ruta empieza en mis labios, luego mi cuello, el pecho, el vientre y llegas…a la entrepierna. Sonríes descaradamente. La música de fondo es La mujer que bota fuego, pareciera que la hubieras escogido, porque eso eres tú, eres mujer ardiente. Das instrucciones al asistente de Google, éste al igual que yo y el resto del mundo, te obedece, sube el volumen. Bailas al ritmo de la sensual canción. Tus caderas me hipnotizan. Vas hacia abajo, tus manos acaricias tus muslos en seducción total. Me haces imaginar cosas… cosas impropias de describir, por lo menos a esta altura.
No necesitaste más que media canción para hacerte del control de la situación nuevamente. Tomo consciencia de que estoy a punto de ser aniquilado. Me juego el todo en un movimiento y avanzo hacia ti.
Te veo seguro y desafiante. Estoy a milímetros de ti. Coloco mis manos en tus caderas. Acentúas tus movimientos, mis manos van con ellos. mi mirada te conecta, hago que pese. Sonríes, no de forma ganadora, sino por evadir. Es mi primer avance y con él te he intimidado. Jalo tu cuerpo, lo pego al mío. Debo de dejarte en claro quien tiene el control. Sin darte cuenta cedes. Nuestros cuerpos embonan como cóncavo y convexo. Aprisionas mis piernas con las tuyas, tu mirada es esquiva, no tienes el control y eso te hace sentir perdida, extraviada. Es una sensación que pocas veces has experimentado.
Aproximo mis labios a los tuyos, los abres. Lentamente me das la bienvenida. Tu aliento fresco es contraste con la temperatura alta de mi cuerpo. Son extremos, pero a la vez, mezcla ideal. Sonríes con amplitud y con nerviosismo. Abro los labios, los coloco en acercamiento al tuyo superior. Calculo con precisión milimétrica no rozarlo. Cierras tu boca con ansias para comenzar a sentirme, pero… me retiro súbitamente. Abres tus ojos cuan grande son. No comprendes qué ha sucedido. El desconcierto te hace presa de él.
Con mi mano derecha en tu cintura y mi mirada en tus ojos te encamino a la pared, te recargo en ella. Mis labios, a unos milímetros de tu piel, recorren tus mejillas, tu cuello. Los tuyos entreabiertos los esperan, pero nuevamente es solo un paseo de reconocimiento. La ansiedad, en el tercer acercamiento a besarte, rinde fruto. Te contorsionas para ir por mis labios con desesperación. Evado, sonrío, echo mi cara hacia atrás. Colocas tus manos en mis hombros, no entiendes qué sucede, lo veo en tus ojos, en tu apasionada mirada, extraviada, hipnotizada por el deseo.
Intentas jalarme hacia ti. Tus largas uñas se introducen en mi piel. Ofrezco resistencia acompañada de un gesto de burla, aprendido de la mejor maestra, tú.
- ¡¿Qué pasa?!, ¿por qué no me besas? – reclamas molesta, desesperada.
Es el momento, el juego ha terminado. Beso tu cuello, subo a tu oreja, la lleno de humedad. Lo hago para que el sonido del deseo se intensifique, se multiplique. Pero también lo hago para que te llenes de mi aroma a Savage. Es tu debilidad.
El deseo es quien manda en ti. Tus manos bajan por mi espalda hasta llegar a la siguiente frontera, te tomas de ahí para jalarme, replegarme, no quieres que exista espacio entre nosotros. Me besas con desesperación, yo respondo con la misma intensidad. Exploramos nuestros cuerpos, ambos queremos sentir a través de las manos. Yo quiero grabar tus formas en la memoria de mis dedos.
Me llevas al sillón, me sientas. Tú haces lo mismo, pero sobre mí; en ningún momento dejas de ver mis ojos. Los tuyos reflejan deseo, los míos seguramente reproducen el mismo sentimiento. Zoé canta para nostros, soñé. De nuevo tú o el destino han escogido el soundtrack ideal para el momento.
El esmero que ambos pusimos en vestirnos para la ocasión queda en el pasado. No esperas a que quite tu ropa, el romanticismo ha perdido su momento; el deseo lo domina todo. Tu ropa está esparcida por el piso, yo admiro tu desnudez pasmado. Tú ansiosa me desvistes y me avientas contra el sillón, entonces, frenas tu aceleración para recorrer con tu mano izquierda y sin prisa alguna mi pecho; en tus ojos se lee deseo, pasión. Tus muslos descansan sobre los míos, tus labios sobre los míos, tu pecho sobre el mío. Nos estamos convirtiendo en uno mismo.
Te separo, necesito hacerlo con fuerza. Y es que ya somos imanes en pleno acto de atracción. Quedas a unos centímetros, mis manos están en tus brazos, tus labios intentan regresar al punto de encuentro, pero quiero verte, me fascina hacerlo y aún más cuando hacemos el amor. Me vuelve loco ver tu desesperación por hacerlo, me vuelve loco tu locura por hacer locuras, por llevar más allá de los límites establecidos nuestro juego de placer. Y es que contigo cada encuentro, es descubrir nuevas formas de hacer el amor.
Marco el camino con mi lengua. Empieza en tus labios, va a tu oreja, recorre tu mejilla hasta llegar al cuello, alzas tu rostro para facilitar mi andar, para darle rienda suelta al placer. La humedad baña ya todo mi ser. Tus dedos se pierden en mi cabello, te tomas de él con fuerza descomunal, lo jalas. Contorsionas tu cuerpo, no sueltas mi cabello, se hace un espacio entre nosotros, el cual me deja ver tu pecho, tu esculpido vientre y el camino que este dibuja hacia el origen del placer.
Te quito de sobre mí, te llevo a la cama, te recuesto para continuar, pero en el otro sentido, de tus piernas hacia arriba. Las humedezco con pequeños besos que me conducen hasta tus muslos, hasta tu placer. Ahí siento tu deseo. Eres un volcán a punto de explotar. Luna es la canción que nos acompaña.
Danzamos el baile del deseo, lo hacemos en sincronía perfecta, es un ir y venir cadencioso, uno que produce, para tu beneficio, una metamorfosis en mi placer. Tus ojos muestran deseo, irradian placer, pero también amor. Puedo sentir como tu corazón va subiendo sus pulsaciones, tus gemidos son a su ritmo y éste lo dicta cada roce entre nosotros. Tus manos, celosas celadoras de nuestro encuentro, no permiten que me retire. Encajas las uñas en mi espalda para impedirlo.
Estoy perdido en tus ojos que han olvidado su hermoso tono para pintarlos de blanco; estoy perdido en tus labios que has dejado entreabiertos de forma sensual. El soundtrack está a tu cargo, son tus gemidos y tu súplicas de placer. Tus fantasías no están más ya en tu mente, las haces realidad. Quiero que el momento sea eterno, pero das orden en contrario.
- ¡¡¡Ya!!! … no… espera.
Soy volcán y mi interior lo recorre un río de lava que busca su cráter, busca salida, una que contradictoriamente le haga explotar pero que a la vez busca encontrar tranquilidad. Juegas conmigo. Me ves a los ojos, has recuperado el control en la parte final, sonríes y hablas de tus fantasías, sabes que eso significa colocarme a la orilla del abismo para que luego, con un dedo me empujes, me hagas caer.
No hay más, llegamos a la cita con puntualidad. Hemos terminado. Tu rostro está inmóvil, todo tu cuerpo lo está. Después del desenfreno llega el vacío, la nada. Te colocas en la estratósfera. No escuchas, todo es silencio, no hay ya más sentimientos.
- Wow – dices temblando – fue increíble. Al terminar sentí…
- Se llama petite mort…
- ¿Qué?, ¿qué es eso? – preguntas desconcertada.
- Es la sensación que hay después del clímax. Es el placer después del placer. Un instante fugaz donde se va la vida, es por eso de su nombre, petite mort, pequeña muerte. Los franceses acuñaron sabiamente ese término para el momento.
- Parece que mueres… de placer. Alcanzas el cielo, ¡yo lo acaricié! – sonríes, afirmas con tu cabeza, aun encima de mí, aun con tu desnudez – ¡Es eso! Como si murieras. Nada duele, nada importa, flotas, es una muerte fugaz, es una… petite mort.
Te abracé, recargaste tu rostro en mi pecho, me abrazaste y entonces, hicimos el amor, en la otra forma, en la que no implica besos, caricias, pasión desenfrenada, lo hicimos con compañía, con el estar el uno para el otro.
Mi amigo Bukowski, con su sabiduría, encapsulo ese momento, ese sentimiento: …hicimos el amor, luego estuvimos abrazados por horas, nos quedamos dormidos; eso en cierta manera fue mejor que haber hecho el amor…”
Eduardo.
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Renée, así como estás ahora, estuve yo por muchas horas, no sé qué hacer, no sé que pensar. Es más, no sé si fue un reclamo de Mónica por el atrevimiento o…
Eduardo.