Carta 132 El concierto
Hola, escritor:
Me parece que ahora eres tú quien tiene demasiadas ocupaciones. Lo entiendo porque así estuve yo hace apenas una semana y no es que el trabajo termine, pero al menos no es tan apremiante. Quiero relatarte el concierto de ayer en el que estuviste presente, sin embargo, hubo cosas que no viste o no escuchaste, cosas que tal vez puedan ser de tu interés.
Empezaré diciéndote que la noche era agradable y fresca por las lluvias anteriores y con un cielo despejado, lleno de estrellas que se filtraban entre los árboles del parque. Había un intenso aroma a galán de noche y a jazmín y la brisa traía, además, el perfume de los eucaliptos que rodean a Agua Viva. Te lo relato por gusto de hacerlo porque bien sé que tú también lo viste.
José Luis estaba tranquilo, vocalizando tras bambalinas mientras algunos músicos afinaban su instrumento, otros tocaban pequeños pasajes de las canciones y otros más fumaban afuera. La gente parecía tranquila, pero reinaba una especial expectación, tanto por el concierto en sí mismo como por el motivo que había inspirado esta iniciativa: reunirlos a Mónica y a ti.
Te vi sentado en las sillas de honor, adelante del todo, conversando con Isabel y Jerome. No sé qué te decía el cartero, pero tú soltabas la risa a cada instante; ni qué decir que verte de tan buen humor, avivó nuestras esperanzas. Celestina, Martha, Velya, Hemingway, Cortázar, Abel y hasta Bukowski aplaudieron y chocaron las palmas.
Apenas dar la primera llamada, todo el mundo ocupó su lugar y se hizo un murmullo general; fue entonces cuando te vi un poco nervioso, mirando hacia todas partes.
La segunda y la tercera llamada fueron incluso aplaudidas, así de impacientes estaban los habitantes del pueblo por este concierto. Al dar la tercera llamada, de inmediato apareció en el escenario, haciendo gala de su belleza arrasadora, la mismísima Mónica, con un vestido negro, brillante, ajustado hasta el delirio y de escote generoso a más no poder. La gente aplaudió otra vez y ella agradeció con la gracia de un cisne. Te vi de pronto inmóvil, boquiabierto, como hipnotizado y entonces, Jerome palmeó tu espalda con aquel ímpetu de siempre, tanto, que casi le das un manotazo. El comentó algo a tu oído y luego se carcajeó.
Mónica era la encargada de presentar el evento, nadie mejor que ella. Mientras lo hacía, pude distinguir a Fabio, unos asientos después de ti, igualmente hipnotizado por la belleza de su exnovia. En un momento, Mónica lo miró y le sonrió y en otro, te miró a ti, dudó, y después continuó con su presentación. Tú te acomodaste varias veces en tu silla, visiblemente incómodo, pero Fabio parecía estar feliz.
Cuando ella desapareció de escena, con aquella silueta que evocaba tambores al caminar, vi que Fabio y tú la siguieron con la mirada hasta que el último centímetro de la cola de su vestido se esfumó en la oscuridad. Inmediatamente, José Luis Ordoñez hizo su aparición, sonriendo y abriendo los brazos al público, que ya se había ganado de antemano durante este tiempo en el que conviviría con todo el mundo. Había cantado en la plaza, en el restaurante del hotel, había dado una serenata para Velya departe de Hemingway, había visitado el hospital del pueblo con Angelito y le había cantado a los niños un concierto de Cri Cri, así que ya era muy querido por la comunidad. Los músicos estaban listos y sonó la primera canción: “Así” de María Grever. La gente le aplaudió, entusiasmada, y de este modo continuó a lo largo del concierto. La voz y la presencia escénica de José Luis eran arrolladoras y todos estábamos cautivados con su actuación. Hubo un momento en el que te vi disfrutar del concierto, pero ya casi al final, empezaste a incomodarte de nuevo. Tal vez fue por el desmedido entusiasmo de Fabio, que aplaudía cerca de ti y a cada rato gritaba “¡Bravo!”, vitoreando a tu amigo. Hacia el final del evento, cuando la gente se puso de pie para aplaudir a José Luis, Mónica volvió al escenario y Fabio aplaudió todavía con más ganas, lo que evidentemente te molestó. Mónica agradeció al artista por su generosidad con el patronato de Velya y Celestina y al público de Agua Viva por su calidez y su entrega. La gente pedía otra y otra y José Luis cantó tres veces más, pero el concierto debía terminar y terminó con un público satisfecho y feliz.
Al salir del escenario, lo recibimos con un aplauso prolongado y él, uno a uno, nos agradeció por nuestra hospitalidad, pero, sobre todo, dijo, por nuestra amistad. Brindamos con él y comentamos detalles del concierto y en ese momento apareciste tú y le diste un abrazo, llamándolo “hermano”. Él se emocionó, realmente se nota que hay una gran conexión entre ustedes. Los músicos empezaron a tocar lo que sería el baile-cena posterior al concierto y ahí, Abel y yo nos fuimos directo a la cocina. Mónica fue detrás de nosotros, cohibida por tu presencia y, por supuesto, Fabio fue detrás. Ella parecía disfrutar de su presencia, así que lo tomó del brazo y continuaron con nosotros, ayudándonos entre ollas y cazuelas. De pronto, Abel dijo: Este no es su lugar, señorita, va a empezar el baile y es el momento decisivo –
Ella se puso nerviosa, se mordió los labios y nos dirigió una mirada intensa.
No lo sé, creo que esto no va a resultar –
Que no te importe eso -dijo Abel -ya estás aquí, lo demás no es cosa tuya –
Fabio miró al suelo, pero le ofreció nuevamente su brazo.
¡No! -replicó ella -ahora no, que sea después de servir la cena -Y así se hizo. Estuvo escondida con nosotros, afanando incómodamente con su aparatoso vestido. Por la ventana, vi que tú discutías con Hemingway y Cortázar. Hemingway te palmeaba la espalda con fuerza.
¿Por qué todo el mundo golpea mi espalda? -renegabas tú, impaciente.
Estas oportunidades no se presentan dos veces en tu vida -decía Cortázar.
No seas tonto, escritor, ve por la chica aunque tu memoria esté en el barro más miserable -completaba Hemingway.
Cual “barro miserable” ni que nada, esto es absurdo ¡Me voy! -respondiste tú.
Nada de eso -se apresuró Hemingway -y te obligaron a tomar asiento en un descanso del parque.
Don Cronopio, haznos el gran favor de conseguirle un trago a este pobre enamorado, que se está incendiando por dentro -pidió amablemente Hemingway a Cortázar. Cortázar corrió a la cocina y lo primero que vio fue a la espectacular Mónica con un delantal encima de su hermoso vestido. Se quedó un rato contemplándola, esa es la palabra, hasta que ella se dio cuenta y le preguntó:
¿En qué podemos servirlo, señor Cortázar? –
Perdone usted, señora, pero vengo por un trago para un amigo enamorado en apuros -respondió él.
Yo, que sabía muy bien de qué se trataba el asunto, codeé a Abel y él enseguida fue por una botella de brandy que teníamos entre una fila de licores.
Llévesela al enamorado y dígale que no sea mariquita, que se lo dijo un amigo suyo -le dijo a Cortázar.
Éste agradeció con una inclinación de cabeza y se fue nuevamente al jardín, donde “el enamorado” paseaba de un lado a otro, vigilado por Hemingway.
Entonces, Mónica miró a Abel.
¿De qué amigo estamos hablando? –
De un amigo mío que perdió la memoria y se está haciendo el difícil, pero que está que se le queman las habas por su chica -contestó Abel, como si no pasara nada.
¿Aquí está Eduardo? -preguntó.
Ahí, afuera, haciendo una zanja en el suelo de tanto ir de un lado para otro -dijo Abel.
Ella se asomó por la ventanita y te vio, bueno, te vimos los tres. En efecto, incluso parecía que estabas sudando. Hemingway y Cortázar llenaban tu vaso una y otra vez.
Pobrecito, lo van a emborrachar -dijo Mónica, preocupada.
Abel y yo nos miramos.
Este arroz ya se coció -me dijo Abel en secreto.
Fabio miraba la escena desde un rincón en el que, a su vez, también bebía. No parecía estar para nada contento. En un momento en el que nadie lo veía, salió a donde estaban ustedes y se puso frente a ti.
Oiga, usted, como se llame -te increpó.
Mejor que no se meta, don italiano -respondiste tú.
Parece que se alegra de hacer sentir mal a Mónica, ¿quién se ha creído que es? –
Yo no estoy haciendo sentir mal a nadie -dijiste, furioso y ya un poco ebrio.
No se ponga así, joven -quiso mediar Cortázar -usted no sabe de qué se trata este asunto –
Claro que lo sé y quiero decirle a este señor que pienso llevarme a Mónica de este pueblo ahora mismo para que deje de sufrir por semejante esperpento –
¿Así que la chica sufre por “semejante esperpento”? -preguntó Hemingway con una risita para que lo escucharas tú.
Solamente un ciego no lo ve. Esto es ridículo, ella está para hacer sufrir a los hombres y no al revés. Si no fuera porque ella está ahí dentro, le daba una paliza aquí mismo -amenazó Fabio, también un poco achispado.
¿Ella está adentro? -preguntaste tú, suavizando la voz.
Así es, ¿no le da vergüenza ser así con una mujer como ésa, que es casi una diosa? –
Es una diosa -confirmó Cortázar.
Sin duda lo es -ratificó Hemingway.
Es una diosa, claro que lo es, pero mi cabeza está embotada, no puedo recordarla –
¿Y qué importa si no recuerdas? -intervino Hemingway -¿A poco no vas a quererla solo porque te falla la memoria? –
En el barro más miserable -dijeron a coro Cortázar y tú.
Mónica, que estaba escuchando, de pronto se quitó el delantal y salió por la otra puerta. Ahí estaba Jerome, que la encontró al salir.
¿A dónde va con tanta prisa, doña Monumento? –
Ella no dijo nada, casi lo hizo a un lado y continuó su camino. Lo demás, me lo contó Jerome, que, por supuesto, fue detrás de ella.
Terminó escondida detrás del escenario, mientras los músicos tocaban y la gente bailaba en el gran patio del parque. Jerome se sentó junto a ella.
No se me agüite, señora -le dijo a manera de consuelo, pero Mónica no respondió. Así permanecieron cerca de 15 minutos hasta que Jerome dijo:
La invito a bailar conmigo, no hay nada que un baile con un buen amigo no pueda curar, ¿qué tal esta canción cachete con cachete y se olvida por un momento de su dolor de cabeza? Solo un momento –
Ella sonrió y, para sorpresa de Jerome, le tendió la mano.
¿Qué? ¿Voy a bailar con la señora Monumento? Pellízqueme por favor, señorita, no lo puedo creer, ya verá cuando se lo cuente a todo el mundo –
Ella sonrió otra vez y se encaminaron juntos hacia el patio. Cuando la gente la vio llegar del brazo de Jerome, le aplaudió y de inmediato empezó otra canción. Sonaba esa, que tanto te gusta: “Quizá, quizá” y el cañón de luz se centró en la pareja. Todo el mundo los rodeó para verlos bailar o más bien para verla a ella, tan hermosa se veía.
En ese justo momento, me dijo Jerome, entraste tú a la pista, empujado por tus amigos. Todos los ahí reunidos te miraron, Fabio también, pero él con una mirada llena de encono.
Renée