Carta 116 Carta jamás enviada
¿Qué le dio de beber al escritor, don Abel? -preguntó Jerome mientras Mónica se alejaba de tu oficina y tú recogías tus cosas, listo para cerrar.
Es temporal, Jerome -respondió Abel -solo mientras este asunto se esclarece. Con suerte recuperan juntos la memoria.
¿Pero eso que le dio es para perder la memoria? ¡Ah bárbaro don pintor, ahora sí se le fue la mano! –
Son solo yerbas de don Etelvino, él me dijo que eran inofensivas -explicó el pintor.
Y luego de don Etelvino, santísima virgen, ¿qué no ha escuchado hablar de ese loco? –
Claro que sí, pero le tengo fe porque cuando apenas llegué a Agua Viva con el mundo encima, él me trató con esas yerbas. No me hizo perder la memoria, como le está pasando al escritor, conmigo fue diferente, pero de que me curó, me curó -dijo Abel.
Eso dice mucha gente, pero cuentan cada cosa de él. Yo no estaría tan confiado -declaró Jerome.
Eso es porque no me viste cuando recién llegué a este pueblo. Traía solamente una mochila, no había plan, parecía un zombi. Entonces encontré con el bar “La Chancla que yo tiro”; recuerdo que bebí como un condenado y, cuando cayó la noche, sin saber a dónde ir, me fui a vagar por el campo sin rumbo –
¿En serio, don Abel? –
Sí, en serio. Don Etelvino me encontró vomitando debajo de un eucalipto, de camino al lago y de no haber sido por él, yo creo que incluso hubiera muerto ahogado. No sabía de mí –
¿Y luego? ¿Cómo lo salvó? –
Solo recuerdo que al despertar, yo estaba sentado a la sombra del mismo eucalipto y con los pies enterrados hasta las rodillas. Me asusté, quise levantarme rápidamente, pero era inútil, estaba enterrado –
¡Ah jijo! –
Unos minutos más tarde llegó él con una taza de algo caliente y me la ofreció –
¿Era como lo que usted le dio al escritor? –
No, era otra cosa, una yerba muy amarga. Me dijo que me la tomara, que era para limpiar el hígado –
Mi hígado está perfectamente -le dije.
Sí, sobre todo después de la borrachera de anoche -respondió y me apresuró a tomar el brebaje –
Primero sáqueme de este agujero y luego hablamos -le dije, casi ordenando, pero él, lejos de hacerme caso, se sentó a mi lado y sacó un trozo de carne seca del morral de manta que llevaba colgado y empezó a darle mordidas.
Tómate eso, borrachín, tu hígado está pésimo –dijo muy calmado -Anoche me avisó don Augusto, que por suerte estaba en la cantina, que un forastero había salido de La Chancla hasta las chanclas y rumbo al lago. Yo vivo por aquí y no pocas veces han sucedido accidentes en el lago con inconscientes como tú, por eso salí a buscarte. Estabas echando las tripas debajo de este árbol, luego, luego supe que eras tú –
¿Así que le debo un favor? -le pregunté con ironía.
¡Me debes la vida, borrachín! Estoy seguro de que en la oscuridad te hubieras lanzado de cuernos al lago, te faltaban dos pasitos –
Me quedé callado, tal vez tuviera razón, de modo que bebí aquel brebaje caliente y amarguísimo. Apenas probarlo, claro, lo escupí, era demasiado.
¡Tómatelo, te digo! Tienes los ojos y el color de piel de alguien con un hígado en muy mal estado, esto te va a ayudar si te lo tomas por un tiempo, hazme caso –dijo de forma benevolente, aunque con impaciencia.
¿Y por qué me enterró los pies? ¿Tenía miedo de que me escapara? –
Nada de eso, enteré tus pies para que la tierra se llevara algo de esa mala leche que te trae envenenado –
Y empezó a regarme como si de una planta se tratase hasta que se ablandó la tierra. Después de eso, por fin pude mover los pies y sacarlos lentamente. Al principio, tiré de ellos pensando que necesitaría mucha fuerza para sacarlos, pero, para mi sorpresa, eran tan ligeros, que caí de espaldas.
¿Cómo te sientes? -me preguntó al ver mi cara de asombro.
No sé -respondí, confundido.
No seas tonto, te sientes más ligero -refunfuño, recogiendo el balde vacío.
Pues sí -dije, levantándome, ciertamente con una ligereza desconocida.
Yo vivo en aquel cerrito, junto a la montaña, es la única casa que encontrarás ahí. Ve a verme más tarde, ahora vete a comer, estás pálido como la cáscara de un huevo –
¿Es usted doctor? –
No, soy curandero. Ve a verme -dijo y despareció.
Ay, don Etelvino, quién hubiera dicho que lo había ayudado -suspiró Jerome -pero cuénteme el resto de la historia –
Después seguimos con esta historia, Jerome, lo importante es que ahora le toca el turno a mi amigo el escritor –
¿Ahora ya son amigos? –
Siempre lo hemos sido, lo que pasa es que de repente se pone muy loco con sus ocurrencias y hay que defenderse, pues cómo crees –
Sí, don pintor, él es un buen amigo y no queda de otra que confiar en ese viejo loco –
…
Esto me contó Jerome, pero no sé si enviarte esta carta, pues estás bajo los efectos de ese brebaje de don Etelvino. En cualquier caso, es lo único que podemos hacer por ti, pues me imagino que no soportarías la realidad. En cuanto a Mónica, es como si fuera otra persona. En efecto, la vi de lejos un día por el parque; se contoneaba como siempre, pero tenía una actitud como si todo a su alrededor le diera asco. Después supe que se quedaría a la filmación y que tendrías que verla a diario por un tiempo. Espero que ese remedio prologue tu desmemoria hasta que, por lo menos ella la recupere.
Renée