Carta 110 ABEL
Mi querido escritor:
En efecto, cuando alguien se permite descalificarte, sea hombre o mujer, sean amigos, compañeros o lo que sea, uno piensa en lo que ha trabajado para ser una persona honorable y esa autoestima, a veces tan difícil de mantener, se queda por los suelos. No sé por qué actuó así este señor, pero con el tiempo te das cuenta de que lo que hacen los demás cuando te hacen daño no habla de ti, sino de ellos. Todo lo que nos ocurre en la vida es un pretexto para ser lo que somos. Fue un acontecimiento aislado, pues si por algo me siento afortunada es por la gente que me rodea y que son personas valiosas y honorables y en este apartado sí estás incluido tú.
Y por lo que respecta a Jerome, tienes razón, hay personas que son sabias, aunque un poco atravesadas, como él, pero sabias al fin. Recuerdo cuando se escondía de mí porque temía lo que iría a decirle acerca de su alcoholismo. Me alegra que pasada esa barrera pudiéramos ser amigos y, además, que dejara el alcohol.
De tu decisión de entregarte al amor también me alegro mucho, sobre todo porque has estado un poco desanimado, pero no quieras emparejarnos a Abel y a mí porque nada más lejos de la realidad. Dios me libre de volver a exponerme como con ese músico, además, te lo digo de verdad, no existe tal amor por su parte ni mucho menos por la mía. Como te dije en otra carta, creo que yo estoy más allá del bien y el mal en ese sentido. Vivo bien, soy feliz y de eso se trata la vida, al fin y al cabo. Nunca he aprendido tanto y nunca he sentido que estoy tan en mi camino como ahora.
No nos emparejes, escritor, Abel bromeará contigo si es que lo menciona, pero conmigo se porta de lo más normal. Cuando vino su exmujer a visitarlo fue la comidilla del pueblo, ya sabes lo que ocurrió y él se encerró por más de un mes después de eso. Luego platicamos un día que vino a traerme un cuadro del lago que le había encargado y me contó de su Alejandra (me equivoqué de nombre, no era Mercedes). Ella es su musa, me lo dijo con todas sus letras y la describió, casi como un ángel, hasta me enseñó una foto de ella. Debo decir que sí es angelical, al menos en la foto lo parecía, pero hay en sus ojos una tristeza que prevalece aun si sonríe. Es todo lo que sé porque, cuando iba a empezar a contarme su historia, llegaron Jerome y Celestina, que venían discutiendo y querían un réferi, en este caso yo.
Abel guardó la vieja foto en su cartera y se despidió, pero Jerome y Celestina se quedaron haciendo conjeturas, como no podía ser menos, al grado de que olvidaron su descuerdo.
¿Y ahora qué le picó al pintor? -preguntó Jerome al ver que se iba sin decir palabra.
Pues que seguirá con lo de la exmujer, qué vergüenza ajena, de veras -dedujo Celestina.
Es que la mujer es una fiera, señora Renée, a poco no, con todo y lo elegante que se veía, le salían chispas por los ojos.
Yo solo la vi de camino a la casa de Abel -dije yo.
Entonces déjame que te cuente, muchacha, aunque no sé si debo llamarte así todavía con la edad que tienes. En fin, que, como bien sabes, Velya estuvo yendo a su estudio como modelo. Iban a subastar esos cuadros para nuestro patronato y el pintor, amablemente, se ofreció a colaborar. Es muy solidario mi pintor -y aquí esbozó una pequeña sonrisa y suspiró -pues en una de esas sesiones, que aparece la señora en cuestión. Vestía sumamente elegante y traía un perfume que más que una fragancia parecía un alarido.
Ya lo creo -intervino Jerome -con aquel abrigo de piel hasta el suelo y esos tacones altísimos que se le enterraban en el lodo. Juro que la vi como esa loca que se robaba los dálmatas -opinó Jerome.
Bueno, no era para tanto -intervine.
Claro que sí, es de esas personas que a la legua se ve que son canijas. Pobre de mi pintor, lo que habrá pasado con esa señora -se quejó Celestina.
Pues a lo mejor por eso vino a refugiarse en Agua Viva, yo también saldría corriendo si tuviera una mujer así -opinó Jerome.
Estaba en plena sesión con Velya cuando ella llegó, y a saber cómo supo el momento justo para ir a desplegar su veneno. El pintor se quedó helado, pero allá que llegué yo, que le iba siguiendo los pasos desde que la vi y la paré en seco en plena insultada. “¡Cómo te atreves a traer mujeres a este lugar, sigues siendo un indecente, un mujeriego!”, le dijo con los ojos que casi se le salían de las cuencas. “No tengo por qué darte explicaciones, Carmen”, le respondió mi pintor, falsamente sereno. En eso entré yo. Velya estaba muerta del susto en un rincón, envuelta en una sábana y la mujer la quería fulminar con la mirada. “A ver, señora”, le dije, señalándola, casi tan enfurecida como ella, “hasta donde sé, usted no tiene ningún derecho de venir a insultar a Abel, de modo que se me va en este momento o aquí vemos de a cómo nos toca a cada una”. “Vete de una vez”, le dijo Abel, y abrió nuevamente la puerta para mostrarle el camino. “Vine a decirte que ni pienses que te quedarás con el viñedo de tu padre, ahora es mío y la ley está de mi parte; haberte soportado por 10 años me da todos los derechos”. “Puedes quedarte con él y con todo, sabes que nunca te los he reclamado. Fue de mi padre, es un recuerdo familiar, pero con tal de no volver a verte, quédatelo y vete de una vez”. La mujer no supo qué decir y entonces volvió sus ojos a la pobre de Velya. “¿Y a usted no le da vergüenza meterse con hombres casados?”. “Éitale, Carmen, yo no soy un hombre casado. Estamos en juicio por las propiedades, pero tú y yo ya no somos nada”. “Fuimos una pareja por más de 10 años, eres un sátrapa”, dijo ella con el puño cerrado, “Pues todo lo sátrapa que quiera, señora, pero se me va por donde vino o se las verá conmigo”, le advertí yo, tronando los dedos. La mujer pataleó, quiso decir algo, levantó una mano, señaló al pintor y luego soltó un gruñido; después salió taconeando tan fuerte, que parecía un tropel de caballos. El pintor se dejó caer en el sofá con una mano en la frente, nunca lo había visto así -este fue el relato de Celestina.
Así lo vi yo todo este tiempo, escritora, hasta que fue con usted a llevarle el cuadro del lago -dijo Jerome.
Pues sí, pobre Abel, estar cerca de una persona así debió minar en su ánimo -dije.
No crea que está del todo bien, el otro día nos fuimos a la Posada de don Pancho y ahí se puso hasta las chanclas. No decía nada, pero se notaba que estaba triste. Yo tampoco dije nada por primera vez en mi vida. Yo creo que hay momentos en los que uno no necesita hablar, sino solamente la compañía de alguien que lo aprecie –dijo Jerome.
Bien dicho, cartero -asintió Celestina.
Pero mire, por ejemplo, pelear con el escritor le da vida, ahí donde ve. Son amigos a pesar de los desacuerdos y las bromas pesadas que se hacen, aunque a veces se pasan, hay que reconocerlos, son muy llevaditos -dijo Jerome.
Hay muchas formas de ser amigos, ellos eligieron esa -declaré.
Lo que cuenta ahora es que está entre personas que lo quieren, sobre todo yo -dijo Celestina.
Nos reímos, nada más cierto.
La tarde empezaba a oscurecer sobre el parque y caía una llovizna apacible sobre los árboles. Estábamos en la terraza, Jerome se fue rumbo a la cocina y Celestina esculcó en mi alacena a ver que podía encontrar. Mi hija dice en broma que la confianza da asco. Cuando menos pensé, aparecieron los dos con una rebanada de pastel, café y una gelatina de frutas que había hecho Dominga. Estuvimos ahí un par de horas más y ellos volvieron a su discusión original. Verlos ahí, conmigo, hablando de cosas triviales, me dio mucha paz. A eso me refiero cuando digo que soy muy afortunada.
Renée