Carta 130 Boquiabiertos
Hola escritor:
No estaba molesta, cómo crees, es que he traído muchos pendientes esta semana, empezando por el concierto, la cocina de los ensayos y mi propio trabajo. Te pido disculpas por no contestar tu carta anterior.
Todos estábamos boquiabiertos con el contenido de tu carta 129, que Jerome leyó, ya lo sabes, en voz alta. Deberías habernos visto las caras, de pronto empezamos a sentir mucho calor y algunas, como Dominga y yo, nos pusimos coloradas como un tomate. Abel era el único que se reía.
¡Ah, que el escritor!, ¡lo que me voy a divertir recordándole esta carta! -decía cada tanto.
La que no estaba, ni mucho divertida, era Mónica, que se tocaba la frente. Sigue con ese dolor de cabeza. Su amiga Carlota, preocupada, habló con un médico compatriota suyo, antiguo novio de Mónica, que trabaja en la ciudad, para que viniera a revisarla. Su nombre es Fabio y es un típico italiano alto, con el pelo rizado, muy blanco y de expresivos ojos verdes. Al verlo, Celestina enseguida suspiró y dijo:
Mi amiga Monumento sí que tiene buen gusto por los hombres. Mira nada más qué ejemplar –
Fabio sonrió, saludando a todos desde la puerta y besando la mano de Mónica.
¡Cuánto tiempo! -le dijo en perfecto español.
Mucho, así es, no sabía que estabas en México, sigues igual de guapo –
Tú también, es más, diría que cada día estás más hermosa –
Mónica sonrió y se echó el pelo hacia atrás, después se fueron a la cocina para poder revisarla tranquilamente. Mientras tanto, Abel, muy suspicaz, comentó:
Ya le salió competencia al escritor. Ahora sí le conviene recobrar la memoria o se le va el barco –
Jerome soltó la carcajada y Celestina lo secundó.
Al cabo de unos minutos, ambos salieron de la cocina, venían sonriendo, sin embargo, ella seguía con la mano en la frente.
Fabio le recomendó que no se esforzara por recordar y ella respondía que no tenía nada que recordar, que sentía que todos estábamos tomándoles el pelo a ella y al escritor. Él le dio un medicamento para el dolor de cabeza y le aconsejó que descansara lo suficiente; también quedó en volver a visitarla. Parece que Mónica ha venido sufriendo de insomnio a últimas fechas y eso explica en parte su irritabilidad, aunque tú bien sabes que eso es parte de su carácter.
Eso fue antes de la lectura de tu carta, en cuento salió el médico, precedido por los suspiros de Celestina, nos sentamos en la sala, rodeando a Jerome.
En la comitiva de la lectura estábamos Jerome (el lector), Abel, Celestina, Mónica, Dominga y yo. Dominga, que apenas tiene 18 años, desde las primeras líneas salió huyendo mientras movía la cabeza reprobando en silencio. Ya en la cocina, hacía tanto ruido como podía con objetos pesados y cacerolas, hasta que Celestina fue a regañarla y entonces no pudo más y salió de la casa dando un portazo.
Es que es demasiado joven para esas escenas doble equis -se burlaba Abel.
Ay, Abelito, cómo no me escribes tú una carta de esas -suspiró Celestina, acercando su silla a la del pintor. Él enseguida se zafó y respondió:
Dios me libre, mujer y quiero decirte, además, que tienes que buscar a otro a quien acosar, como broma ya estuvo bien –
Celestina se cruzó de brazos, como haciendo berrinche. Entonces, Jerome intervino:
O guardan silencio o no sigo leyendo -dijo, en tono severo.
Mónica parecía ausente, sentada en el sofá, mirando hacia el jardín, del que entraba un viento suave; ella cerraba los ojos para disfrutarlo.
Cuando Jerome terminó de leer, se hizo un silencio muy incómodo entre nosotros. Carraspeamos y nos acomodamos en nuestros sitios.
Voy por café -dijo Abel con una sonrisita maligna.
Yo no sé para qué le envié esa carta al escritor, debe haber pensado que la escribí yo misma. Ahora me arrepiento –dijo Mónica casi en un susurro.
Es su letra -observé yo.
Sí, pero qué pensará de mí -adujo ella nuevamente.
Seguro que fue un impacto -continué.
Esto es muy difícil, de veras. Cada día me duele más la cabeza, no puedo dormir y cuando lo veo, ya no me da coraje, sino vergüenza. Dirá que lo estoy persiguiendo, precisamente yo, a quien todos persiguen. Estoy cansada de este circo, debería irme a Italia y olvidar de verdad –
Vete con Fabio, mija, yo me voy contigo, ya ves que el pintor me desprecia –se quejó Celestina.
No estaría mal -respondió Mónica.
Si te vas, nunca sabrás la verdad de lo que ocurrió entre ustedes -advertí.
Lo sé, lo sé… -respondió ella.
Llegó Abel con el café y entre él y Jerome lo sirvieron.
A ver si se nos baja un poco la temperatura que nos dejó la carta del escritor -dijo Abel y le ofreció una taza a Mónica.
No te mortifiques tanto -le dijo Abel con una sonrisa -si no recuerdas, pues no recuerdas y ya, y si el escritor te incomoda, te puedes ir y no pasa nada. Deja que las cosas fluyan, tú no puedes hacer nada –
Mejor dele una chancita a mi amigo -rogó Jerome, abogando por ti.
¿Pero qué “chancita”? Si me mira con recelo todo el tiempo -respondió ella.
Eso sí -dijo Jerome, tomando de su taza de té de canela.
Yo también bebí té de canela, el clima lluvioso y frío invitaba a tomar algo caliente. Mónica me preguntó si podía quedarme esa noche en mi casa porque no quería estar sola y Abel también pidió posada, ya que los caminos estaban llenos de lodo con rumbo a la montaña.
Nomás faltamos doña Celestina y yo -se burló Jerome.
Pues si mi pintor se queda, yo también. No voy a desaprovechar esta ocasión de honor-declaró Celestina.
Hay lugar para todos -dije.
Renée, ponme lo más lejos que puedas de Celestina, por favor -sentenció Abel sin mirarla, y entonces, muy molesta, ella se paró de repente y salió por la puerta sin decir nada. Todos nos reímos.
Al cabo de un rato, Jerome también se fue. Mónica se quedó en una habitación de arriba y Abel en una de abajo. Habíamos encendido la chimenea mientas caía el aguacero y todavía estaban encendidas las brasas cuando vi a Mónica sentada junto al fuego, muy pensativa. A veces, no queremos ser consolados, no queremos consejos, no queremos puntos de vista ni soluciones, solo queremos que se sienten con nosotros en silencio y eso fue lo que hice. Me senté con ella al otro lado del sofá y le ofrecí una cobija para los pies. Ella me sonrió y se tapó hasta el cuello.
Renée