EL REGRESO
CARTA 54
Hoy arribé a Agua Viva, tu carta estaba en la entrada, Jerome la metió por debajo. Le he dicho una y mil veces que para eso es el buzón, pero, pues ya lo conoces. La leí apenas metí las maletas a la casa, me acosté en el sillón, en el más grande y entonces di cuenta de ella.
Lo de Lupita no puede ser, yo quisiera, pero no puede y debo de resignarme, sé que causaría serios problemas en su casa, los papás son medio carajos, no son como se ven. Es meterse con el chamuco literalmente. Su hermana, aunque está casada y tiene 6 niños, no me lo perdonaría, además tendría razón en no hacerlo. ¡Imagínate las navidades! ¿En pleno momento de los abrazos que haría? Por eso de que donde hubo fuego cenizas quedan.
Hasta me estremezco en pensarlo. Sacudo la cabeza con fuerza para sacarme esa imagen. No quiero correr por las calles de Agua Viva con un fusil motivándome a romper marcas mundiales.
En una ocasión que fui a buscar a Cristina, en la mercería Juana, ¿la recuerdas? Salió el señor y a primera de cambios me dijo:
-¿Qué quieres? -yo, un mozalbete que arañaba los veinte con esfuerzos, me vi intimidado por aquel hombre que se paraba como un hombre de las cavernas, gesto adusto y puños cerrados. Su blanca piel hacía que sus venas fueran aún más notorias.
-Nada…
-¡¿Cómo que nada?! -dio un paso al frente- ¡Cuando no se quiere nada no se va a un lugar!
Me quedé observándolo temeroso. Había historias aterradoras sobre el cómo descargaba la ira sobre los pretendientes de sus hijas.
-¡Te estoy hablando!-estaba iracundo- ¿estás temblando? -preguntó sarcásticamente. Una ráfaga de valor me arrojó al frente. En plena calle un duelo estaba a punto de tener lugar.
Los lugareños se aglutinaron a ver el espectáculo. Comprendí que mi valor ya no podría quedar en una bravuconería, tenía que llegar hasta el final. Estaba en juego mi nombre.
-Vengo a buscar a Cristina -dije con respeto, pero con firmeza. Nuestros ojos se trenzaron. Aún mi cuerpo estaba en desarrollo, él era ya un gladiador que estaba en busca de un poco de diversión, a mi costa claro está.
La gente comenzó a acomodarse, doña Pepa sacó su mesita y entonces vació sin quitar la vista del frente un puño de bolsas de semillitas, la vendimia estaba instalándose; más allá el zurdo estacionó su carrito de aguas y comenzó a convocar.
-¡Aguas! ¡Aguas frescas! -vació un iceberg en la garrafa. El sonido hizo que todos los ahí presentes volteáramos.
La chinita, comenzó a poner sillas en las banquetas. El malo, como le dicen al papá de las muchachas, sonreía, estaba disfrutando como se desenvolvía todo. Yo… tragaba bolitas. Sabía lo que significaba ese momento, es uno de esos donde te haces hombre.
En unos pocos minutos medio pueblo estaba y ya tenía asiento pagado, las apuestas se habían hecho, la mayoría a favor del don. El cielo se llenó de nubes, un rayo partió el cielo, luego otro, un tercero cerró el sonido ambiental.
Dio un paso al frente, estaba dispuesto a terminar con mi vida. Yo la vendería cara. Di uno con decisión, nuestros pechos se toparon. Justo en ese momento:
-¡Qué haces ahí! -volteamos ambos asustados, bueno, el don, yo y los 532 asistentes al duelo- ¡Te estoy hablando!
Era la mamá de Cristina quien reprendía frente a todos a su esposo, lo metió casi jalandolo de la oreja. La gente fue prudente, nadie se rio, todos hicimos como si nada pasara, doña Pepa recogió su vendimia, las apuestas se regresaron, el camión de la cervecería subió los cartones que había bajado. Hasta el inspector de espectáculos regresó el moche que le habían dado por hacerse de la vista gorda.
Esa tarde salí embestido de valor. Se crearon historias del enfrentamiento, corrieron historias ampliadas, que, para ser honesto, no tenían ya nada que ver con lo que realmente había sucedido. Pero quien era yo para desmentirlas.
Lupita no se acuerda porque estaba muy pequeña, además fue un evento que el tiempo lo fue enterrando. Ni a él ni a mí nos convenía que se supiera. Como ves, no quiero volver a repetir la historia, que creo que el viejo ahora no me retaría a puños, sino a plomo ardiente.
Te confieso que, en cuanto a Jerome, tengo el mismo sentimiento que él, quizá Ernest diría que son mariconadas, pero no creas, él de repente llega a mi casa sin propósito alguno, los inventa pues. Le cuesta reconocerlo, pero Hemingway adolece de la misma enfermedad de aquellos que contamos con amigos de verdad, los extrañamos.
En la mañana invitaré a mi cartero preferido, también el único, a desayunar en casa. Le haré algo especial, unas crepas, con esas se le suelta la boca, empezará a hablar de Isabela. Ha mejorado en el trato con ella, pero aún le falta, si sigue así, creo que un día recobrará la credibilidad de su amada mujer.
Por si te levantas con ganas de crepas, te paso la receta, quizá ya la tengas, pero una más, nunca sobra:
Medio litro de leche, 250 gramos de harina, tres huevos, tres cucharadas de azúcar, vainilla, gran marnier, ralladura de naranja o de limón o de los dos, lo mezcla en la licuadora.
Lo ideal es que dejes reposar algunas horas la masa, si te es posible de un día a otro, eso según los franceses es tocar la perfección y, creo que tienen razón.
Caliente el sartén, le pones mantequilla con una servilleta, dejas caer desde el techo un hilo de masa (es en sentido figurado lo del techo). Extiendes, debe quedar lo más delgada posible la capa. Vas girando el sartén para que se cueza al mismo tiempo toda la crepa, puedes ir despegando las orillas conforme lo giras, te auxilias de un cuchillo. Luego, con valor la volteas, valor y determinación. Puedes hacer que haga unas dos o tres vueltas en el aire. Repites el proceso de cocción.
La puedes servir con una cajeta de brandy, lo ideal es que tú la hagas, azúcar caramelizada, mantequilla, leche del clavel, un trozo de canela y lo flambeas con brandy… ¡lista!
La crepa la bañas generosamente con la cajeta, queda semilíquida. Rallas un poco de cascara de limón sobre ella, una pizca de chocolate y entonces… ¡lista!
Esa es la fórmula que uso con Jerome cuando necesito que hable, puedes intentarla con alguien que necesites que lo haga, casi nadie se resiste.
Eduardo